[Si todavía no lo has leído, quizá quieras leer primero Mustang Sally I 😉]

Por supuesto, seguí los consejos de los demás a pies juntillas. Hice —más o menos—, todo lo que me dijeron y, aún así, Sally no cedió ni un milímetro. La muy boba.

«Pero, ¿le retiraste el pelo de la cara como te expliqué?» Sí, lo hice. Y los ojos de Sally se cerraron hasta formar dos ranuras cargadas de amenaza. «¿Y te pusiste la colonia de mi hermano que te presté?» Sí, también hice eso. Y Sally dijo que olía a olespais o algo así. Yo no sabía qué olor era ese, pero a juzgar por su gesto, supuse que ninguno bueno. «Pues menuda frígida la tía, ¿no?», comentó Manuel mientras arqueaba las cejas. Para variar, tampoco sabía qué era eso de ser frígida, así que disimulé lo mejor que pude y anoté mentalmente la palabra para preguntar más tarde a la abuela.

«Pero bueno, mocoso, ¿de dónde te has sacado esa palabra tan fea? A ver, que yo me entere.» Le conté de dónde (aunque no el por qué) y ella me atizó dos alpargatazos a modo de respuesta. Me mandó a la cama sin cenar, pero no contenta con eso, estuvo un buen rato chillando desde la cocina que no éramos más que una panda de ignorantes, gallos sin corral y no sé qué más.

Como no podía bajar, ni tenía con qué entretenerme en el cuarto, no me quedó otra que tumbarme a mirar el techo mientras esperaba a tener sueño para cerrar los ojos. Y me puse a pensar en Sally y en sus ojos grandes. Y terminé pensando, por primera vez en mucho tiempo, en mamá. Y también en papá, pero mucho menos.

«A las mujeres se las trata con respeto o no se las trata», había dicho la abuela antes de mandarme a la cama, todavía enfadada.

Respeto.

En ese momento, aquella palabra no significaba demasiado para mí. Nunca había sentido que nadie me respetara. Y apenas había visto a nadie respetando nada. Pero estaba seguro de una cosa: yo respetaba a la abuela. En parte, porque no me quedaba otra, pero también porque sabía que algo, muy pequeño pero muy importante, se rompería para siempre si dejaba de hacerlo. Y eso, probablemente, era lo que más miedo me daba en el mundo.

Fuera como fuera, yo respetaba a la abuela y ella, a su vez, respetaba al abuelo, quien respetaba, por encima de todo, a Don Antonio, que era el que permitía que el abuelo pusiera comida en la mesa, según decían.

Mamá me quería. Eso lo tenía claro. Pero no sabía ni podría ya saberlo, si mamá había llegado a respetarme. Si por algún casual, yo consiguiera respetar a Sally y mamá siguiera viva… ¿sentiría respeto por mí, entonces? ¿O me cosería a zapatillazos igual que la abuela cada vez que decía algo que no le gustaba? Y papá… ¿me respetaría él? Descarté esa idea por completo justo antes de caer en un sueño profundo y silencioso.