Aquel invierno fue uno de esos en los que los mayores estaban siempre de mal humor, en parte por las cosechas perdidas, y en parte porque helaba tanto que no se podía salir apenas de las casas. “Cuando los hombres y las mujeres pasan tanto tiempo encerrados bajo el mismo techo, saltan las chispas”, decía la abuela.

Sally tenía mi misma edad, el rostro afilado y unos ojos muy bonitos. Eran marrones, como los de los demás, pero más grandes y abiertos que los de la media. La abuela solía decir que unos ojos grandes eran señal de inteligencia. A la abuela le gustaba la gente inteligente. Mis ojos eran pequeños comparados con los suyos, pero la abuela me quería igual. El abuelo no decía nada –rara vez decía algo–, pero se notaba a leguas que no le gustaba Sally. Tampoco le gustaba su padre, porque era soldado y además americano.

El soldado llegó con su hija dos años atrás. Se instaló en la casa del cura, que ya estaba viejo y prefería dormir en la sacristía de la iglesia para no caminar tanto cada día.

El padre de Sally, que ya no era más soldado, se llamaba James, pero todo el mundo le llamaba Jaime, porque pronunciar correctamente su nombre costaba demasiado esfuerzo. Su hija, Sally, no se llamaba Sally.

Su nombre era Nora, o Norma. Algo con ene, Nerea, a lo mejor. Pero es que se pasaba el día entero con la canción de Mustang Sally en los labios. Así que el abuelo la bautizó como Sally a los dos días de conocerla. Después de eso, no tardamos en dejar de llamarla por su nombre. Menos aún nos llevó olvidarlo del todo.

Sally llevaba siempre encima un toca discos portátil que le había regalado su madre. A nosotros siempre nos pareció un cachibache horrible. Con él colgando en bandolera, no se podía jugar a nada. Lo único que se podía hacer era escuchar música. Y era un rollo, porque además, la música de Sally sonaba en inglés, y a nosotros ya nos costaba hablar bien en castellano, como para intentarlo con otras lenguas.

En el pueblo no teníamos en costumbre escuchar música. Solo, muy de vez en cuando, nos sentábamos en la plaza a escuchar a Romero, que tenía una guitarra heredada y rota y no tocaba del todo mal. También nos veíamos obligados a escuchar las canciones que se cantaban a coro durante las misas diarias y, algunas veces, cuando mover los labios en silencio no bastaba, el codazo de alguna madre nos forzaba a cantarlas. De donde venía Sally, me contó una vez, podía escucharse música en todas partes. Allí todas las familias tenían un enorme tocadiscos en la sala de estar o la biblioteca. Algunas familias tenían incluso uno por cada habitación. Ella juraba que, de donde venía, hasta en el colegio escuchaban y estudiaban música. Nosotros no terminábamos de creerla porque, en fin, tampoco teníamos por qué hacerlo.

En el colegio, Sally se sentaba en primera fila. Yo procuraba sentarme detrás de ella y mientras la profesora hablaba de ríos y reyes, solía pasear mi mirada por su espalda, cubierta por su pelo, que era largo y de color avellana. No lo llevaba demasiado arreglado, pero seguramente oliera bien igualmente. La abuela decía que, a diferencia de los hombres, que las mujeres olieran a limpio, era imperativo. A mí me gustaba la idea del olor a agua y jabón en su pelo.

A última hora, Sally carraspeaba o chascaba la lengua con cada comentario que hacía la monja coja que nos enseñaba el catecismo. A mí me hacía gracia, pero a la monja se le subían los colores de odio y la terminaba mandando al final de la clase, a mirar la pared.

Cuando acababan las clases, Sally arrastraba los pies con pesadez de camino a casa. En primavera se detenía en el prado y se tumbaba en esa explanada que en verano se volvía secarral pero que entonces era todavía pasto. Si pasabas cerca de ella y te fijabas, podías ver cómo se le vaciaban los ojos contando nubes.

Las mujeres decían que Sally no era normal, que cómo iba a serlo viviendo sola con su padre. Que esa no era manera de crecer, sin una madre que enseñe las labores, o qué está bien y qué está mal.

Entre los chicos se rumoreaba que Sally no estaba bien de la cabeza. Que no sabía hacer nada a parte de poner a sonar el dichoso tocadiscos. Las chicas se alejaban todo lo que podían de ella por consejo de sus madres. “Una chica extranjera y sin madre como esa, no puede traer nada bueno”. Solo Lola se juntaba con Sally, desobedeciendo a su progenitora, una señora más bien pobre que se dedicaba con hastío a regentar la panadería familiar. “La doña”, la llamaba la abuela. A la madre de Lola le gustaba fingir que tenían mucho dinero. Le gustaba también hablar de su primogénito. No perdía ocasión de hablar de lo importante que eran él y su trabajo en la ciudad. A la abuela, Lola y su madre le daban lástima. Todos sabíamos que Rogelio no era ningún hombre importante. Si acaso, lo hubiera sido de no haber muerto de una forma tan estúpida siendo joven.

Lola se escabullía por la puerta trasera de la panadería al entrar la tarde. Corría al prado en busca de Sally y nosotros las veíamos de lejos. A veces se tumbaban muy juntas y se quedaban muy quietas, sobre el suelo. A veces correteaban entre las briznas de hierba seca, jugando a cosas que nunca entendimos.

Solíamos reírnos de ellas. Los chicos las insultaban desde la confianza que aportaba la distancia y de vez en cuando, uno u otro corría hasta la panadería para avisar a la madre de Lola. Entonces, la panadera aparecía en el prado cubierta de harina y con los ojos henchidos de cólera, enganchaba a su hija de la oreja y se la llevaba a rastras ante la mirada de cordero degollado de Sally.

Nos gustaba contar chistes verdes aunque la mitad de las veces, no los entendíamos.

Imitábamos la forma de hablar de los hombres mayores y fumábamos el tabaco que les robábamos. Sally no fumaba. Tan solo escuchaba su música mientras caminaba en círculos.

Cuando la luz de la tarde se iba, apagaba el tocadiscos y pasaba por nuestro lado de camino a su casa. Ni siquiera nos miraba. Jugaba a que no existíamos, pero daba igual porque nosotros sabíamos que estábamos allí. Nos burlábamos de ella porque podíamos. Tarareábamos Mustang Sally y bailábamos como locos. Si alguna vez conseguimos que se molestara, nunca vimos señas de ello. Aunque un día, Lola nos pidió que parásemos, que hacíamos a Sally llorar. Entonces empezamos a meternos con Lola, también cuando estaba sola. Nadie podía decirnos qué hacer, solo nuestros padres, solo los abuelos. Así que seguimos burlándonos de Sally.

Había veces en las que yo no hacía nada mientras los demás se reían de ella. Me quedaba al margen y observaba cómo se alejaba hacia el otro extremo del pueblo.

Nunca se lo dije a nadie, ni siquiera a Juan, que era mi primo y vivía con nosotros en el cortijo, pero a mí, no me parecía que Sally estuviera loca. Me parecía inteligente, más que todos nosotros juntos. Y eso me asustaba un poco. Mi abuela estaba de acuerdo conmigo. Repitió aquello de los ojos grandes.

No tardé en darme cuenta de que yo quería a Sally. La deseaba con tanta fuerza que, a veces, cuando la veía o pensaba en ella, el pantalón se me abultaba y tenía que taparme la entrepierna con lo primero que encontraba. La abuela no hubiera estado de acuerdo con aquello, así que procuré que no se enterara. No le hubiera gustado saber que quería tocarla. Hacer lo que hacen los padres cuando creen que los chicos duermen. Quería que me dejara escuchar su música mientras tocaba por debajo de su falda.

Juan nos contó una vez que, María, la hija del profesor de ciencias, dejaba que la miraras a cambio de una bolsa de caramelos de azúcar. Él ya había realizado la transacción dos o tres veces. Si querías oírlo, te contaba con lujo de detalles cómo se abría la camisa o cómo se bajaba las enaguas para descubrirte sus secretos. Todos los chicos hablaban de María. Yo me preguntaba si Sally se dejaría mirar a cambio de algo.

Cuando llegó otra vez el invierno, Sally cumplió dieciséis años. Coincidía con los tres años que hacía que se habían instalado en el pueblo y su padre quiso celebrarlo. Nos invitó todos a tomar vino dulce y galletas en el salón de su casa. Ninguno quería ir, pero al final fuimos porque los padres y los abuelos pensaban que era una descortesía tremenda rehuir la invitación del soldado.

Le regalé a Sally un disco que encargé traer al médico, que iba y venía a la ciudad cada dos semanas. No sabía qué clase de música traería dentro, pero la portada, me pareció muy bonita. Esperaba que a ella también se lo pareciera, porque me había costado más de medio jornal del abuelo comprar aquel trozo de plástico. Aquel día me dio un beso, pero no dejó que mirara debajo de la falda ni de nada. Tampoco se dejó tocar.


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