Una mujer mira por la ventana. Un niño de seis años mira compungido y abrazado a su padre, la puerta azul que tiene enfrente. Una chica con aparato se mordisquea nerviosa las uñas. En la sala de espera de una consulta odontológica nadie escucha música, nadie sonríe, nadie ofrece conversación.
Estaba yo allí sentada, hablando conmigo misma sobre asuntos cotidianos, cuando de repente caí en que a nadie le gusta ir al dentista.
Parece una sentencia de lo más obvia, lo sé. Pero la respuesta a la pregunta que le sigue, quizá no lo sea tanto; ¿detestamos ir al dentista porque nos hace daño o detestamos ir al dentista porque nos dice cosas que no queremos escuchar y, además, nos hace daño?
Muchos diréis: “No, no, es lo primero. Siempre te hacen polvo y además, a menudo te encuentran más averías de las que en principio pensabas que tenías. Peores que un mecánico, oye.” Otros, añadiréis un tercer factor a la ecuación, arguyendo que “joder, es que además de dejarte la boca hecha un Cristo, te cobran un riñón. Parece que disfrutaran del sufrimiento ajeno.”
Pero como diría Matías Prats, permíteme que insista; sigo pensando que por encima del dolor físico o económico que puedan llegar a causarnos, que nuestro dentista se permita el lujo de sermonearnos, se lleva todas las papeletas como causa ganadora de que no tengamos ganas ningunas de volver. Y es que desde el minuto uno en que el señor o señora dentista te abra la boca para inspeccionar, comenzará a decirte cosas que preferirías no escuchar.
¿Por qué? Porque el dentista, como norma general, tiene un problema. El dentista te trata como si fuera tu madre/padre y tú, indefectiblemente, te comportas como si fueras su hijo. Pero claro, ¿desde cuándo un hijo soporta/quiere/necesita escuchar que se está descuidando, que tiene que prestar atención a las cosas importantes de la vida, que las consecuencias por no hacerlo serán terribles o que su salud no es ningún juego? Desde nunca. Jamás de los jamases. Mucho menos antes o después –o a causa– de que te hayan tenido que sacar una muela o perforar una encía. Mucho menos antes o después de haber tenido que desembolsar una generosa suma de dinero.
Por muy bienintencionadas que sean estas reprimendas, no queremos oírlas. Entérense, señores y señoras dentistas del mundo: NO SOPORTAMOS/QUEREMOS/NECESITAMOS ESCUCHARLES.
Con lo cual, concluimos que a nadie le gusta ir al dentista porque:
A. El dentista nos hace daño
B. El dentista nos cobra un ojo de la cara
C. El dentista nos dice cosas que no queremos oír
Elegir una o todas las opciones, en este caso, resulta igual de válido.
18 junio, 2015 at 15:59
¿Tal vez el dentista quiere ser tu amigo?
18 junio, 2015 at 16:00
Jajajaja ¿Imaginas?
18 junio, 2015 at 16:14
Te llenan la boca con un aspirador, un espejo, unas sujeciones, unos alicates, un condensador de fluzo y media orquesta filarmónica… Y entonces, solo entonces, cuando ya no sabes ni dónde tienes la lengua, empiezan una maravillosa sesión de preguntas abiertas sobre tu vida personal y dental.
Yo creo que se divierten mucho.
18 junio, 2015 at 16:46
Igual la cosa vista desde esa perspectiva se presenta más como un «no tengo quién me escuche», que un «ahora me vas a escuchar», más propio de padres/madres. Aunque con lo que cobran, bien podrían permitirse acudir a un psicólogo…